Hace unos meses nos juntamos con un ex compañero de trabajo a tomar un café. Hacía demasiados años que no nos veíamos, y en medio de la charla, surge su nueva afición: cambiar la bebida con la que habitualmente cenaba, por el vino. Lo invité a que nos siguiera en la web y quedamos en ir juntos a una feria de “altos vinos” en las próximas semanas.
Efectivamente nos juntamos, y empezamos a recorrerla. Su vino favorito es uno que a mí, personalmente me parece muy sobrevaluado, tanto en precio como en calidad. El responsable directo es la impresionante inversión en marketing directo e indirecto que hace la bodega. Casi finalizando el recorrido, nos encontramos con otro ex compañero de trabajo, periodista él, y un opinólogo profesional del vino. Tres de los cuatro habíamos trabajado juntos en el multimedios más importante de Argentina, nos conocemos de ahí. El opinólogo se le había “prendido” al “periodista” por clara conveniencia.
El diálogo fue normal hasta que el periodista le dijo a mi amigo algo así como: “dejá de gastar plata en este tipo de eventos, que a vos no te suman. Te falta mucho vino de mesa antes de que puedas apreciar una de estas joyas”.
Excelente ejemplo de cómo podés matar un producto, o mucho peor, matar a un consumidor.
Ni el “periodista”, ni el opinólogo tienen formación alguna en el vino. No son enólogos, ni agrónomos, ni siquiera han podado una planta. No tienen idea de cuándo la uva está lista y cuándo le falta una semana o se pasó tres días de la cosecha. Se vanaglorian de “degustar mil vinos por año”. Es como si una administrativa que imprime diez mil laboratorios por año, tuviera autoridad para hablar de la fórmula leucocitaria, o para discutir con un hematólogo si un paciente debe recibir tratamiento o no. En el medio, el incipiente consumidor de vino, vuelve a su bebida tradicional, porque un “par de pájaros” –como en la canción del Paz Martínez- le descalificaron sus aptitudes sensoriales.
La semana pasada volvimos a juntarnos para cenar. Al mirar la carta, se me ocurrió buscar alguna nota de Michel Rolland –sí, el tipo que cambió la forma de hacer vino en el mundo-, y como caída del Cielo, aparece la frase propicia para el momento:
Hay muchas personas que catan y dan consejos, pero lo más importante es el gusto personal. El vino que te gusta es el buen vino. No importa si el que te gusta para mí es una porquería. Hay tantos que no es fácil elegir pero se puede ir probando. Puedes comprar una botella, que no supone un gran riesgo económico, y tirarla si no te gusta. No hace falta buscar un catador famoso. ¿Qué soy yo? Un tipo que cata todos los días desde hace 40 años. Un consumidor normal no puede tener esa cultura. A mí me gustaría que la gente se fijase en su gusto personal. He visto gente catando en una mesa y decir que un vino estaba bueno porque alguien le había dado 95 puntos, pero se veía en su cara que no le había gustado tanto.
Frente a su cara de alegría por lo leído, me pidió que eligiera un vino para la ocasión. Le dije que no elegiría el que a él le gusta, porque era hora de que empezara a probar otras cosas, para comparar. La moción fue aprobada. El vino, como siempre ya que es uno de los mejores clásicos del país, estaba de maravillas y mi amigo quedó enamorado del etiqueta amarilla, tanto que se olvidó del marketinero anterior.
A los bodegueros y sus agencias: cuidado con lo que apañan, tal vez se les vuelva en contra.
A los amigos: no le hagan caso a los charlatanes de turno, prueben, descubran, disfruten de una copa de vino cada vez que puedan y dejen que sus sentidos experimenten por sí mismos.
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