El último fin de semana largo, tuvimos un festejo familiar en el cual nos encontramos con dos amigos del mundo del rugby. Precisamente por eso es que viajan mucho a países como Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda. A la hora de abrir un vino, porque la mayoría venía con cerveza, les pregunto si habían traído algo de su último viaje a la tierra de los Kiwis, y para mi sorpresa me dicen: ¿hay vino en Nueva Zelanda?
El nombre del país significa “Tierra de la blanca nube” y a pesar de su escasa superficie -270.500 kilómetros cuadrados- presenta situaciones climatológicas y geográficas muy disímiles. El promedio de lluvia es de unos quinientos milímetros al año, aunque hay lugares en los que esa cifra se eleva a cinco mil seiscientos milímetros al año.
La plaga de la filoxera exterminó las plantaciones del siglo XIX, y solo después de la segunda guerra mundial, se reimplantaron viñedos que tomaron un tinte industrial a fines de los ’80. Sus vinos blancos son de prestigio mundial, siendo el Sauvignon Blanc la cepa insignia, con marcadas notas frutales y aromáticas.
Podemos decir que en orden de importancia, el Chardonnay, el Gewürztraminer, el Pinot Noir, Pinot Meunier y el Merlot, siguen al Sauvignon Blanc.
A pesar de su clima templado, en la región más cálida de Auckland hay implantes de cabernet Sauvignon, y en otras regiones, se pueden encontrar plantaciones de Chenin Blanc, Semillón, Riesling, Pinot Gris y Viognier.
Sus 24.000 hectáreas sembradas en más de 500 bodegas producen unos ciento diez millones de litros de vino al año. Más de la mitad se destinan al mercado externo, lo cual no impide que el consumo promedio por habitante, por año ronde los doce litros.
Espero haber incentivado a mis amigos de tal forma que se acuerden de mí en su próximo viaje y traigan algunas etiquetas para comprobar si son tan buenos como parecen.
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