Me imagino que a ustedes les puede haber ocurrido algo similar, y quiero compartirlo.
Desde hace un tiempo a mis amigos se les ocurre andar «por las Europas» y lo que habitualmente ocurría antes de la partida era algo así:
– Juan, escuchame, ¿dónde queda ese museo que me dijiste en Cualquierburg?
– Mirá, andá por la principal, cuando llegues a la estatua de Cualquierulo, doblá a la derecha, seguí tres cuadras y te lo chocás de frente.
Ahora la previa es:
– Juan, voy a Cahors, ¿qué tengo que tomar ahí?
– ¡Tomate todo el malbec!
Y parece que esta «cosa del vino» es verdaderamente contagiosa, porque resulta que el mapa o GPS del viajero tenía además de los museos y todos los puntos obligados de visita; detalles antes impensados de regiones o bodegas. Y es así como la conversación a la vuelta se transforma en algo parecido a «Che, el malbec de Cahors, medio flojito, ¿no?, no sé describir vinos, pero era como que le faltaba cuerpo». ¡Y si algo te falta para ser más cercano aún de tus amigos es que los inoculaste con el «bichito del vino»!
Y como todo lo que se comparte, la vivencia se incrementa y se prolonga en el tiempo. Ya no hablamos del tamaño de la Mona Lisa, sino de las DOC de la Rioja o de la Ribera del Duero. Y es un punto de partida importante. Ya no es «vino para la cena», ya lo disfrutan. Preguntan, se interesan, lo saborean distinto, porque quieren compartir al regreso si estaba bien que tal o cual vino fuera «mejor» que el otro. Y hasta se animan a traer una botellita de algo.
Así es este viaje de ida… ese que podés emprender solo, pero que el vino se encarga de unir con amigos o con nuevos compañeros.
¡A disfrutarlo!
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