Hace muchos años, y por haber hecho el secundario en un colegio técnico, tenía clases de química hasta en la sopa. Me tocaron todo tipo de docentes, pero siempre te toca alguno «piola» que te enseña su materia desde la cotidianeidad de las cosas.
Una de las clases llegamos al laboratorio y estaban preparados los equipos para destilar. Mechero, pie, balón de destilación, condensador, vaso de precipitados y… VINOS. El «tipo» iba a destilar vino frente a adolescentes de dieciséis años. Un osado. Era la unidad de alcoholes, y una buena manera de comprender el proceso azúcar – alcohol – ácido.
Cuando el vino se calienta comienza la destilación fraccionada. Subirá la temperatura hasta llegar al punto de ebullición del alcohol. Se estabilizará en ese punto hasta evaporar todo el alcohol -que será recogido en el vaso de precipitados- y luego volverá a trepar hasta encontrar el punto de la próxima sustancia. En nuestro caso el ejercicio terminaba con la extracción del alcohol. Cuando se enfría nos encontramos con un líquido aromático, perfumado, dulzón. El residuo, es todo lo contrario: amargo, ácido, «raspa».
Esto que para nosotros fue una mañana «del profe borrachín» es lo que ven los enólogos a diario tratando de obtener, de ambos, la alquimia perfecta para que el resultado sea un vino equilibrado.
No lo intenten en casa… pero si lo hacen y se animan a destilar algo horrible, prueben con una bebida cola…
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