A medida que vamos «creciendo» en esto del vino, como en todo, vamos perdiendo cierta frescura original, y nos volvemos más «científicos». Por suerte, todo pasa y esta locura de querer descubrir si el aroma es a ciruelas frescas, maduras o pasas, se termina traduciendo en «que suave aroma a frutos rojos que armonizan con la confitura y la madera».
Es que llega un punto en el que creemos que disfrutar un vino pasa por conocer la composición fisico-química del mismo y pasar la bebida por un cromatógrafo gaseoso para saber si la acidez está o no corregida con ácido tartárico.
En este punto, lo primero que hago es anotar lo que veo y lo que percibo. Después de verlo, olerlo y saborearlo, de alguna manera terminaré en un «pasa-no pasa» para mi gusto; lo que sería ese famoso «che, rico vino, eh» que decíamos cuando no diferenciábamos un blanco de un tinto.
Y de a poco vamos desviando esa «malformación» hacia otras cosas: el té, el café, las frutas mismas. Nos vemos parados en una verdulería oliendo frutas y el verdulero a punto de llamar al psiquiátrico para que nos vengan a buscar. Por alguna extraña razón, dejamos de pensar en cosas aisladas y comenzamos a ver una cena como un combo. Esto iría bien con aquello, y así seguimos.
Y un buen día te encontrás abriendo más de un vino para más de una comida en la misma cena. Y lo hacés porque ya te diste cuenta de que a algo picante no le podés poner un Cabernet Sauvignon, o que a la torta de crema la tendrás que pasar con un blanco tardío.
Y sin darte cuenta, estás haciendo cada vez más seguido una «cena de gala» para compartir con tu gente más querida y pasaste de mirar al vino y a la comida como meros objetos; siendo ya una expericencia doblemente placentera, en amores y en sabores.
Y ya las etiqutetas te preocupan menos, y el «aroma a cassis maduro» menos aún, porque simplemente has transformado el mecanicismo que resuelve una máquina, en una forma de vida.
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