Buenos Aires está altamente contaminada. Tenemos el río más ancho del mundo que no podemos utilizar. Nuestro cielo hace rato que no es celeste. El ruido supera más que ampliamente los 90 db. Y el espacio aéreo está saturado de publicidad, en la más de los casos, de mal gusto.

Veo piezas  de bodegas importantes y hasta institucionales, que parecen aprobadas por la cámara de productores de café, porque realmente no sé qué ventaja le aportan al vino.

Fiestas en las que el descontrol es más importante que el festejo del encuentro con amigos; brassiers de señoritas que son más importantes que la etiqueta del vino; personajes «revueltos» más que «juntos». Apelaciones que son totalmente innecesarias con la calidad de nuestros vinos.

Después de haber trabajado durante años en empresas de medios y de consumo masivo, con alta exposición a los creativos y gerentes de marca, creo haber desarrollado cierto nivel crítico al formular una campaña. Dicho de otra manera, jamás permitiría que los ojos del consumidor se aparten de mi producto. Si soy varón y al lado de la botella de vino, ponen a una señorita en ropa interior, jamás recordaré el nombre del vino – de hecho eso me pasa en este momento-. Si soy una dama, jamás compraré ese vino porque mientras mi esposo lo beba, estará pensando en la señorita de la gráfica. ¿Se entiende?

¿Será que las bodegas confían en las agencias de Buenos Aires, quienes creen que el vino se hace en el supermercado?

¿Cuánto dura un briefing entre cliente y agencia? En ese tiempo, ¿la agencia verdaderamente capta lo que es el vino? Yo estuve en los dos lados de la mesa, y confieso que no es tan simple como reunirnos en la oficina 3 veces y presentar los bocetos para que el cliente los apruebe.

Cuando me jubile y compre una chacrita, sin ninguna duda, mi cuenta la manejará alguien del terruño, que sepa de qué hablo y que tenga mucha bodega encima.