No es que me hayan invitado a un partidito de fútbol de solteros contra casados, sino que me explicaron algunos de los defectos más importantes – y frecuentes – con los que nos podemos encontrar a la hora de tomar un vino.
La «víctima» fui yo, y el «victimario» un Pouilly Fumé 2008 que presentaba un color y aromas que no eran los que uno esperaría de un sauvignon blanc (cepa típica de la D. O. C. francesa). En boca, le faltaba acidez y hasta se notaba una nota melosa. Sin duda, el paso del tiempo y el exceso de aire, hicieron lo suyo en la botella y el vino no era el que el enólogo quiso que probásemos.
Sin ánimo de volver al colegio secundario a estudiar ecuaciones redox (reducción – oxidación), la figura de la derecha resulta muy interesante desde el siguiente lugar: el mismo producto inicial (glucosa), dependiendo del contacto con el oxígeno, puede dar alcohol, ácido láctico (el de la fermentación maloláctica), o… ácido acético, que dicho en una bodega, puede sonar como una bomba: Vinagre. Sí, cuando el vino se oxida (le entra aire a la botella), se transforma en vinagre. No es instantáneo, y por eso vamos sintiendo de a poco el «olor o sabor fuerte», pero es un clarísimo signo de que ese vino ya no es saludable.
Por el contrario, la ausencia total de oxígeno en la botella puede ocasionar la concentración de aromas no deseados que deberían desaparecer en los momentos posteriores al descorche o trasvasamiento. Esto se da mayormente en botellas que fueron tapadas con corchos que no microoxigenan. Si esto no ocurriese, estamos en presencia de un vino defectuoso que no debería ser bebido.
El tercer gran defecto que solemos ver en un vino es el «olor a corcho». El mismo está dado por la presencia de TCA (tricloroanisol), combinación de los fenoles de corcho (y otras maderas) con cloro presente en las bodegas. Otro indicador de falta de sanidad del vino.
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