El nombre me quedó de cuando era muy chico. Mi padre trajo una caja de tres botellas distintas. Todas eran distintas, sin embargo una me cautivó. Era la de Riesling.
El nombre me sonaba importante. Con presencia. No me lo dejaron probar, y yo sentía que ese vino era especial. Pasaron todos estos años hasta volver a entrar en contacto con «el alemán». Fue sin saberlo porque era en medio de una cata a ciegas. El brillo era intenso, pero de un color amarillo verdoso que se asemejaba a un Torrontés. Pero no era esa cepa.
En nariz corroborabas que era otra uva. Flores secas, salvajes (¿cardos?), con notas minerales.
Una vez en boca era seco, acido. Con permanencia. El Luigi Bosca Riesling ($ 145.-) tiene mucho cuerpo y estructura. Se saborea la mineralidad. Gran vino.
Me habian advertido que era una relación amor-odio; para mi fue una muy agradable sorpresa, este «reencuentro» postergado por largos años.
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