Esta vuelta a lo natural, y al cuidado del planeta le trae un nuevo desafío a la vitivinicultura y esto es una agricultura ecológica. Se busca utilizar sistemas de producción sustentables mediante el uso racional de los recursos naturales, sin usar productos artificiales.
Los terrenos orgánicos buscan mantener o incrementar la fertilidad de la tierra, conservar la flora natural, implantan cultivos de invierno para mejorar la estructura del suelo, utilizan sistemas ópticos y acústicos para el control de plagas, lo mismo que redes contra aves y trampas de feromonas contra insectos. También puede encontrarse aplicaciones de azufre como tratamiento fitosanitario (y su presencia luego, en la copa, será innegable).
En el extremo de las prácticas ecológicas, se encuentra la biodinamia.
El fundador de esta modalidad, Rudolf Steiner, considera a la tierra como un ser vivo y prohibe los compuestos químicos, herbicidas y funguicidas (sí estan permitidos ciertos usos de azufre, cal o cobre – otra nota presente en la copa-). Este método trasciende lo puramente terrenal y tiene en cuenta la actividad cósmica para los trabajos en las plantas. Se confeccionan calendarios que toman en cuenta las fases lunares y las posiciones estelares y planetarias. Esto determina cuándo es el momento de trabajar sobre el fruto, sobre la raíz, sobre la flor y sobre la hoja.
¿Qué esperar de los vinos «vivos»? Pues eso, vida. Son una experiencia en sí. Hay quienes los aman, hay quienes no se animan, hay quienes prefieren los tradicionales. Los que he probado dan mucho sabor al terruño. En nariz dan las notas más variadas, «tierra», «azufre», «pasto» y recuerdo uno en particular que a los 15 minutos de haberlo servido, al volverlo a la nariz, comenté con la sommelier: «hmm olé, es limadura de hierro» (sí, mis descriptores suelen ser de taller mecánico…) y casi instantáneamente le marqué: «¡nooooo, es el sulfato de cobre!» y todos los que tuvimos una pila común sulfatada en la mano, sabemos de qué hablo.
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